sábado, 28 de febrero de 2009

LUIS ADOLFO DOMÍNGUEZ ESCRIBE SOBRE Livingstone





PRÓLOGO A TRÍPTICO ERÓTICO


Hasta donde me consta, hace aproximadamente medio año que Livingston anda con el brete de estructurar su Tríptico Erótico, no solo como texto, sino como objeto-libro.

El deseo suyo de aparecer en su obra, en efigie y de cuerpo entero, le ha provocado dificultades, retrasos y problemas que le hicieron decir filosóficamente: “Jamás ha habido alguien que tenga que sufrir tanto por querer enseñar las nalgas”.

No le falta razón para hablar así, porque la construcción de su libro lo ha llevado a tratar con toda la escala social, desde la princesa altiva hasta la humilde pastora, con el resultado que, por fin, va logrando y que supone algo mucho más complicado que el habitual parto literario de todo escritor; la concepción de la obra como lo que ha de ser en última instancia: suntuosa puerta —en este caso labrada de ilustraciones— al deslizarse de la imaginación.
Independientemente de la exhibición glútea de Livingston, que no me creo calificado para aquilatar en su justa medida, el libro contiene algo que me parece valioso y que sustenta casi todas sus páginas: una teoría social, o política tal vez, entendiendo ambos términos en su sentido más lato, aristoteliano. El hombre, como animal político, social y sociable, ha ido modificando sus relaciones con los de su clase; ha creado una comunicación directa y desprovista de afeites, que todos estamos explotando y viviendo cotidianamente, pero que no definimos casi nunca.

Livingston sí intenta definir esta nueva era de la comunicación humana, y tiene la inmensa ventaja de hacerlo sin utilizar como medio un farragoso texto plagado de cultismos, neologismos y llamadas de pie de página. En lugar de eso sumerge sus dudas existenciales en relatos hechos con un desaforado lenguaje coloquial y que son por el tema mismo, de aprehensión inmediata y de atractivo fulminante.
Dicho en otras palabras: este libro merecerá ser designado como un absoluto y definitivo desmadre, en este año 69, de suyo tan lleno de contenido semántico.


No puedo pensar en otra forma de que el público lector hable del Tríptico Erótico, porque el propio autor se lo ha buscado y porque está rebosante de osadías de todo tipo, que necesariamente escandalizarán a mucha gente, pero que en aquélla que no deje el libro en la primera mala palabra —por que de algún modo hay que llamarlas, y en este caso creo que la primera mala palabra es mía y está algo más arriba— dejarán un cierto registo a ironía y humorismo, pero sobre todo, una inquietud profunda, ontológica, angustiosa, que no la fue propuesta con grandes argumentos inflados de sobria y pedante autosuficiencia, sino que se le dieron así nada más, contrabandeados en lo que parece ser un cuento, no solo inocuo, sino francamente frívolo e inocente.


Por eso la angustia tiene que ser más sincera.
Esta angustia, que de tan llevada y traída universalmente parece viejo familiar de todos los contemporáneos, es la que tipifica nuestra época de fulminante comunicación electrónica; de pensamiento conformado a través de machacones slogans y jingles; de crisis multivalente, lo mismo política, ideológica, religiosa y, ante todo, social, que primariamente humanística, espontánea y cultural. Es la crisis del libro y de todo lo con él relacionado: la crisis de nuestra cultura libresca y de nuestros sentimientos literalizados, que de una generación a otra se van haciendo más imagen y menos adjetivo; más fotonovela que novela a secas.
Tríptico Erótico viene a ser un libro personalísimo, autobiográfico en parte, crítico en otra y ficción en lo que cabe, pero no es eso lo que puede ayudar a clasificarlo, y de cualquier modo, si nos empeñamos en llevar a cabo la consabida clasificación, tan inútil como insuficiente, tampoco nos ayuda el pensar en que sea novela, ensayo, cuento o relato, porque lo es todo a un tiempo. En todo caso, resulta mas ilustrativo decir que es un libro que tiene conciencia de la capitis diminutio a que se están viendo sometidos todos los seres de su especie, en un tiempo en el que unos cuantos individuos, infatigablemente tercos, seguimos empeñados en deificar a los libros justamente, a sabiendas de que esos libros emanan de cintas magnetofónicas, y van a convertirse en cintas microfilmadas...

Es un libro hecho conscientemente de la decadencia del libro, y que conste que lo paradójico del hecho se agrava porque el autor es hijo de un erudito editor. Ha vivido entre libros todo el tiempo. Tal vez por eso su expresión, litetaria a pesar suyo, va de la náusea sartriana al nihilismo de Cohn Bendit, pero nacionaliza a ambos muy a la mexicana, a través de nuestra ineludible mentada de madre o de nuestra casi siempre explosiva adjetivación.
No se trata aquí de enfrentarnos a una obra de creación. Podría ser de recreación más bien. Lo fundamental es asomarse a un texto concebido como un intento de extroversión espontánea y de primerísima mano, hecho buscando desprenderse de un convencionalismo. Un libro en el que el autor se está exhibiendo desnudo, como alegoría de la verdad, o mucho más claramente aun: de la vergad, al decir del propio Livingston.
Llegar a este punto es todo un hallazgo para un prologuista, que tradicionalmente tiene que verter en unas cuantas páginas el mayor número de pedanterías posible, sazonado debidamente con una proporcional cantidad de alabanzas hacia la obra. El hecho de que el autor de un libro pose desnudo para la edición viene a ser un estupendo argumento, y hasta donde sabemos, no se han dado otros casos en ninguna parte, porque el único libro que reproduce al autor en total desnudez no hace mas que utilizar un relato previo. Tríptico Erótico tiene las ilustraciones hechas expresamente; no hay nada que obedezca a otro fin, y eso da indicio de la intención de Livingston, de desnudarse —física y literariamente— para escribir.
Pero si bien es valiosa esa intención verista, que de hecho ningún autor necesita tener, porque en resumidas cuentas cada uno es libre de escribir como y lo que se le da la gana, hay un aspecto que no puedo dejar de mencionar, porque hay bien pocas obras literarias de las que se tiene noticia cómo fueron escritas, y cuando se es testigo de un parto de este tipo, lo menos que puede hacerse es consignarlo abiertamente, aunque sea como mero interés anecdótico para las generaciones futuras, que si son como las conocidas hasta hoy, deben meterse en todo lo que no les importa.
En alguna parte de Tríptico, Livingston dice que está “escribiendo... escribiendo... escribiendo...”, a razón de no sé cuantos miles de palabras por día, y sin hacer otra cosa, más que eso. Creo que puedo dar fe, porque hace no menos de dos meses que Livingston no hace más que escribir, y ¡vivir!, conforme a su obra.este detalle tal vez me valga una severa amonestación del autor, que va a calificar mi prólogo con cualquier pinche adjetivo, pero yo he estado viéndolo prácticamente sobrevivir en razón directa de su libro; lo he seguido diariamente en el proceso creador; he oído fragmentos; he comentado, y mentado, asuntos y accidentes; lo he leído; lo conozco al punto de decir que, si fuera notario, daría mi certificación de que es copia fiel del original; pero nadie pide semejante cosa de un libro que se supone es ficción pura, y sin embargo, yo no puedo ignorar este hecho.
Guillermo Prieto dice que cuando él escribía, actuaba exactamente sus palabras y sentimientos, frases y acciones, hasta el punto de dar la impresión de un loco. Lucas Alamán escribía como un tenedor de libros: meticuloso, tranquilo, impecable. Hemingway escribía casi parado, apenas apoyado en un banco alto, Simenon se encierra en su despacho y ¡en tres días! acaba una novela, cabe suponer que recorriendo todos los grados de desvestimiento y barbación. Livingston, como Balzac, se pone a escribir a las doce de la noche y termina a las cinco de la mañana. Si fuera tan prolífico como Salgari, se moriría en un año; yo lo he visto adelgazar algo así como diez kilos en este lapso, pero él dice que ha bajado seis, gracias a su dieta especial y al ejercicio.
No estoy comparando a Livingston Denegre-Vaught con ninguno de los escritores arriba citados. Cada uno de ellos escribe, en verdad, muy diferentemente. Hago constar esto porque no quiero que se levanten falsos, y además, porque me consta todo lo dicho, en virtud de que somos vecinos. No podría decir estas cosas de ningún libro que no hubiera seguido cotidianamente. El ser habitantes de una misma región provoca en los seres humanos lazos indisolubles, que el Departamento del Impuesto Predial sanciona escrupulosamente.
Si he de continuar con el chismorreo extraliterario, puedo decir que el Tríptico fue escrito casi todo de pie y en traje de baño o con muy poco más encima. Livingston tiene un restirador, de esos de arquitecto, no de inquisidor, y en esos aparatos se tiene que estar casi de bruces y parado. Cuando se trata de dibujar la postura debe ser cómoda; escribir a máquina allí debe provocar dolores de espalda insoportables, pero Livingston delineó su libro, como diría Manuel Acuña: “sobre la plancha”. Agréguese a esta decoración un retumbante autoestentóreo que se deja oír hasta la sala, reproduciendo las modulaciones de Petula Clark, muchas lámparas de luces en colores absurdamente diversos... y grabadoras, muchas grabadoras de todos los decibelios imaginables, con audífonos, con “estetoscopios” que introducen el sonido hasta la ultima neurona, con micrófonos largos, angostos, redondos, dorados. A la izquierda hay un bar-barco; a la derecha un muelle estilo couch y aventados por todas partes taburetes y cojines. Además hay un radio de mesa y una mesa chaparra y grande, llena de pipas, ceniceros, medallas que ganó en natación, tapavasos, mezcladores, libros, llaveros... Los diplomas que ha tenido por sus tres carreras profesionales; cartas de felicitación de presidentes y primeros ministros; documentos que —como él mismo dice— en momentos de angustia y depresión le elevan el ánimo porque son los reconocimientos de su valor por gentes e instituciones prestigiosas, llenan completamente las paredes así como caricaturas y dibujos que le hicieron Guasp, Cabral, Marlan y otros. Yo pude contar hasta 50 cuadros. Ese es el escenario durante la noche. Tres o cuatro horas después de acostarse, Livingston se instala en la mesita de su jardín. Allí, teniendo bien a mano sus botellas de vino y whisky, queso, refrescos, pipas, grabadoras y más, continúa escribiendo. Interrumpe de vez en cuando el proceso de recreación para levantar sus pesas, dar unos drivers de golf, tirar algunos pases de fut, o simplemente pasearse por el ejido. Así continúa hasta que oscurece y vuelve entonces a su estudio mágico.
La escena de alguien escribiendo en medio de la decoración antes descrita sugiere más el cubil de un alquimista que la mansión donde se gestan las novelas. El aislamiento más radical, más íntimo, de nuestra época es de origen electrónico.
Una muralla de música separa al editor del mundo circundante, y así como nadie puede escribir ahora ignorando secuencias y técnicas cinematográficas, es imposible crear obras que no tomen en cuenta el ruido de la música, los nombres de los ritmos, los títulos de las canciones. Julio Cortázar juega a la rayuela casi constantemente suspendido entre la dialéctica y Dizzy Guillespie. Livingston escribe los sonidos de una cinta magnetofónica; ahora todos tenemos que ser fonoescritores.
En cierta forma, puede ser tan importante el sonido para este libro, que significa la definición misma del estilo, o del escritor, que es lo mismo según la repasadísima frase de Buffon. En este caso la grafía casi viene a ocupar un segundo plano, porque Livingston atiende al sonido de las palabras y a su significación, para perderse en derivaciones interminables, que la declinan, la apocopan y la someten a metátesis inverosímiles. Las libertades ideográficas se suceden, las ortografías surgen como tour de force, como reto a la Real academia, que importa una pura y real nada a estas alturas, en momentos en que limpiar, fijar y dar esplendor parece más propio del champú Breck que de una docena de señores que, si no son millonarios, por lo menos llegan a centenarios fácilmente.
Livingston escribe por asociación de palabras y de ideas. Fiel a su postura rebelde frente a las instituciones, tiene pasajes trazados con mala intención, saltando renglones, escribiendo de cabeza y quitando signos de puntuación entre otras cosas, pero no es eso lo que podría definir su estilo, porque se revela más claramente en los juegos con términos semejantes en sonido, o de plano homófonos, pero empleados con astucia.
Otro aspecto del estilo livingstoniano es su evidente aliento poético, que es el punto de partida de sentimientos expresados, pero sobre todo de relaciones del escritor con algo o alguien. En esto se percibe un dejo de orientalismo, tanto cuando se trata de escenas amorosas como cuando se entrevé una concepción eminentemente sensual del mundo, incluyendo las cosas inanimadas.
El orientalismo es algo inusitado de nuestro medio. Posiblemente no puedan citarse más de cuatro escritores con esta tendencia, y por lo pronto me saltan así los cuatro nombres, que voy a poner como gesto de sublime erudición:
José Juan Tablada, Efrén Rebolledo, Gutiérrez Nájera, y el multicitado Livingston.
Cada uno de estos señores tiene su propio estilo, repertorio e intención, por supuesto —habría que citar a Pedro Requena Legarreta y se me pasó— pero hay en todos un eco a Mil y una noches, a Omar Kayam, a Gitanjalí. Esto es por completo desusado en nuestro medio, normalmente inspirado en autores españoles o bien en los últimos resonantes escritores de habla inglesa. En el caso de Livingston, según pude averiguar, el orientalismo obedece a que estudió desde chico aquellas obras, cabe suponer que porque en general no dejan que uno las lea cuando es chico, pero además, porque en Canadá hizo su tesis de Maestría en literatura Inglesa sobre el Rubaiyat, según la traducción de Fitzgerald. Además su padre es un docto investigador en literatura hundú y lo orientó por ese camino.
Ahora bien, en este punto parece haber ya demasiados elementos definidores de un libro que no necesita de una explicación previa. Lo ideal hubiera sido ir al grano: Tríptico Erótico es una libérrima mitoautobiografía, en donde los hechos ciertos, personales, se adoban con ficción, en uso del derecho constitucional del escritor, de poner en el papel lo bueno y lo malo, lo falso y lo verdadero, lo material y cotidiano, junto con lo poético. Esta es una autobiografía ficticia a ratos, estenografiada —si se me permite el participio— con los muebles, los aparatos ruidofónicos y electroestáticos, y hasta con el vecindario, del autor.
Con el Tríptico se tiene, más que una indiscreta visión de una vida privada, lo que va conformando la nueva imagen del intelectual, firmemente asentado en su época y su medio, dependiente de los adelantos técnicos, escéptico e iconoclasta, pragmático



2 comentarios:

  1. SALUD AMIGO. CON OPTIMISMO Y ALEGRÌA YO TE SALUDO Y TE DESEO QUE TENGAS EL MEJOR AÑO COMENZANDO HOY A TENER LOGROS, ÉXITOS Y TRIUNFOS. VIVA EL ESPÍRITU EMPRENDEDOR Y LUCHADOR!!!

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  2. Tan ruco el wey ese y sigue de exhibicionista.

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